Dos lágrimas por la Estatua de la Libertad

Visitar la Estatua de La Libertad por primera vez tiene un significado especial, como ver el rostro de su primer hijo o hija recién nacido ó como dar el primer beso de la vida.

Con el viento soplándole el rostro, una bendición para un día de verano caluroso, montada en el barco “Miss New York” que ya deja Batery Park y atraviesa el rio Hudson para llevarla a la Isla de la Libertad, Nancy Díaz Martínez, tiene en los ojos un brillo singular, como el de las personas que se contienen para no llorar.

“Desde que estaba en el Perú yo me decía: algún día visitaré La Estatua de La Libertad,” dice y se le escapan dos lágrimas.

Díaz tiene una historia poco común, cruzó a pie, en autobús y canoa toda Sudamérica y América Central hasta subir a “la Bestia”, el peligroso tren donde viajan los inmigrantes desde México, para llegar a Estados Unidos.

Ella se sabe de memoria las palabras grabadas en la Estatua de La Libertad, y recita calladamente como para si misma, en español, el trozo del poema “The New Colossus” de Emma Lazarus, con la respiración que se le corta a ratos, antes de llegar a la isla:

“Dadme a vuestros pobres, a los fatigados, a las masas que anhelan respirar en libertad. Las míseras sobras de vuestras atestadas costas. Enviadme a ellos, a los que no tienen hogar, a los que fueron arrojados por la tempestad. ¡Yo levanto mi lámpara sobre la puerta de oro!”

Atrás ha quedado la costa de Manhattan, los buscavidas que se disfrazan y pintan del verde de la Dama de La Libertad. Una estela de aguas blancas deja el barco en su trayecto.

Elizabeth Roca, latina residente en Elizabeth, NJ, también visita por primera vez la célebre estatua, con su hija aún adolescente. Después se arrepentiría de no haber tomado el paseo desde el Estado Jardín.

Para ella tampoco es un simple viaje turístico, acaba de salir de una penosa operación en la garganta y está en proceso de superar un severo cuadro de stress, el paseo es, en buena cuenta, una manera de distraerse de la presión del trabajo, la convalecencia y las dificultades económicas de una mujer inmigrante. “Es una experiencia linda. El paseo por el río Hudson, ver Manhhatan desde el río, llegar a la estatua,” dice a la vez que enseña su bolsa de shooping: le compró una camiseta a su hija.

Ambas – y el que escribe-tomaron el ferry desde Nueva Jersey para llegar a Manhatthan. Tomaron el bus gratuito que la llevó al subway, donde sufrieron el sofoco de temperaturas sobre los 100 grados en el anden del subterráneo mientras esperaban el Tren 1 hasta Batery Park, donde tomaron el ferry con destino al Liberty State Park.

Haciendo la línea para subir al “Miss New York”, la barca que nos llevará a nuestro destino final, un cubano, Noel García, residente de Montreal-Canadá, que hizo su primera visita hace siete años, nos dice en confianza que mejor es visitar a la Dama de La Libertad, tomando el barco en Nueva Jersey.

Nos hemos demorado dos horas para llegar aquí, a tomar el ferry, dice su compañera. Además, allá hay parqueo y es más barato que en Nueva York, agrega García.

Luego de pasear por la estatua – no llegamos a subir a la corona porque la cierran a las cuatro de la tarde y hay que comprar los boletos online- los pasajeros del barco se tomaron fotos, y fueron de compras.

A una mano traviesa se le ocurrió ponerle una corona de la libertad de siete picos, de plástico y verde agua, que se vende a los turistas, a la figura de cera del escultor francés Frédéric Auguste Bartholdi, quien fue realmente el escultor de la famosa estatua.

“Hasta hoy yo creía que el creador de la estatua fue Gustave Eiffel, el creador de la famosa torre de París que lleva su nombre. Estaba equivocado Eiffel sólo se encargó de la estructura metálica interna de la estatua,” dijo el travieso que puso la corona.

Mientras tanto en la explanada, los velos y saris, los turbantes y los vestidos largos, las barbas con las largas cabelleras, de hindús, africanos, árabes, se mezclan con los blancos estadounidenses, latinos y afroamericanos, dando rienda suelta a su mejores sonrisas y poses para las fotografías.

Para el regreso decidimos tomar el barco “Miss Ellis Island” que nos llevaría por la ruta alternativa hacia Nueva Jersey. Promediando las seis de la tarde, con la luz del día aún brillando, a modo de despedida, se prendieron las luces de la antorcha de la Estatua de La Libertad, la coquetería femenina quiso ver en ello una señal de que nos enviaba un mensaje de despedida.

El viaje fue mucho mejor, pudimos disfrutar de la vista de Ellis Island, poblada de un silencio misterioso que guarda celosamente las maletas y baúles, fotos y sueños de los millones de europeos que, perseguidos por la hambruna, pasaron la aduana para llegar a Nueva York, y desparramarse por los Estados Unidos de Norteamérica.

Finalmente nos bajamos en el Liberty State Park, donde había un gran estacionamiento a siete dólares el día, más económico que los de Nueva York.

Y salvo el pequeño inconveniente que tuvimos que caminar 40 minutos hacia el tren urbano Light Rail (aquí haría falta poner buses para los que llegan sin vehículo) porque dejamos el vehículo en otro lado, caímos en la conclusión que partir desde Nueva Jersey, para el que vive aquí, es más económico, rápido, con más atractivos en el trayecto.

Para la próxima vez será.