Crisis de Balseros, 20 años de una travesía entre el horror y la esperanza

Decenas de miles de cubanos se echaron desesperados al mar entre el 11 de agosto y el 13 de septiembre de 1994 para alcanzar Estados Unidos, muchos naufragaron y hoy, veinte años después, los que sobrevivieron retienen en su memoria el horror de esa travesía en busca de la libertad.



El éxodo de 1994 se conoce y recuerda hoy como la “crisis de los balseros”, una referencia aséptica que apenas deja entrever lo que fueron esos días en los que miles de personas salieron de la isla en endebles embarcaciones construidas con trozos de madera, sogas, neumáticos o cualquier otro objeto imposible e impensable.

El Gobierno de Fidel Castro había autorizado la salida de quienes desearan irse por sus propios medios de la isla.



La fundación Éxodo 94 calcula que unos 60.000 balseros murieron ahogados y 33.000 fueron rescatados en aguas del estrecho de Florida hace ahora 20 años, señaló su directora, Alicia García, que formó parte de esa odisea trágica.



“Fue el éxodo del desespero, de la desesperanza. Era morir o vivir. Era lo único que quedaba”, exclama García, responsable de los actos conmemorativos que se realizan en Miami.



García apunta a las razones del descontento social en Cuba: “Fue en pleno ‘período especial’ (la grave crisis que padeció la isla con el derrumbe de la Unión Soviética), en un momento económico muy difícil y con el Gobierno reprimiendo con golpizas”, explica la activista, orgullosa de la palabra balsero, para ella sinónimo de “valor” y de “ansia de libertad”.



Ese balance ominoso de supervivientes y ahogados arroja historias estremecedoras, de balsas vacías a la deriva, alguna con tan solo los zapatos de un niño en el interior, de cuerpos flotando, devorados por los tiburones, según recuerda Ramón Saúl Sánchez, presidente del Movimiento Democracia.



Esa organización llevó a cabo en 1994 en Miami bloqueos de carreteras para reclamar a EE.UU. que trajera a Florida a los balseros interceptados en el mar y llevados a la Base Naval de Guantánamo.



Sánchez afirma que la crisis “ha sido rápidamente olvidada por el mundo” que “ve a los balseros a la ligera” y no como lo que son: “las víctimas de una tiranía que lleva más de medio siglo en el poder”.



Sergio Lastres, hoy pintor, tenía 29 años cuando decidió echarse al mar con su mujer, Elsa, y otros 16 cubanos en una balsa construida a base de tubos de aluminio y neumáticos. En la isla quedaron sus dos hijos, adolescentes.

Pero al tercer día de travesía, en un mar encrespado, la precaria embarcación comenzó a hacer agua, se deshacía con el embate de las olas que amenazaban con volcarla.

“Nos estábamos hundiendo, el agua nos llegaba ya a la cintura y todos fuimos conscientes de que nos moríamos si no nos rescataban ese día”, recuerda aún con emoción Lastres.



Guarda anclado en la memoria uno de los momentos más sobrecogedores de la travesía, cuando, tras una noche cerrada, negra, “en la que no nos veíamos ni siquiera las manos”, amaneció y se produjo un “silencio total entre nosotros, una resignación” ante lo que parecía inevitable.

“No hubo pánico, ni gritos. Sólo ese silencio. Yo no soy practicante de ninguna religión, pero en ese momento recé a la Virgen de la Caridad del Cobre…. y de repente apareció en el cielo una avioneta que nos divisó”.



Era una avioneta del grupo de exiliados cubanos Hermanos al Rescate, “a ellos les debemos la vida”, comenta Lastres, para acelerar el relato y explicar cómo, una vez rescatados por un barco de la Armada de EE.UU, fueron trasladados a los campamentos de acogida instalados en Guantánamo, donde permanecieron ocho meses.



Carlos González, balsero de ese éxodo de 1994, no lo duda cuando se le pregunta si lo volvería a hacer, a jugarse la vida de esa manera: “Sí, lo volvería a hacer para escapar de Cuba. La libertad no tiene precio. Nacer esclavo y morir esclavo es lo más triste que le puede pasar a un ser humano”, exclama.



Padre de familia de 37 años entonces, con cuatro hijos, González relata hechos que son trágicamente similares a los de numerosos compatriotas: una balsa en la que apenas se podían acomodar las catorce personas que salieron desde Pinar del Río, hecha a base de maderas mal atadas, con apenas combustible. Y el embate aterrador de las olas.

En la madrugada del 17 de agosto zarparon desde Bahía Honda, pero, al día siguiente, se dieron cuenta de que no podían seguir, “que la barca hacía agua por varios lugares, con las tablas flojas”.



“Nos quedamos encogidos, moviéndonos lo menos posible, a la deriva, viendo mucha gente en el agua”, cuenta González, quien asegura que “fue un milagro” que les salvaran.



Describe las horas de pesadilla vividas entonces, con “terribles alucinaciones”, en las que creían contemplar “cosas en el mar que no existían”.

También la fortuna, el destino, fue a su encuentro cuando un barco mercante les divisó y alertó a la Guardia Costera de EE.UU. de su localización.



Han pasado 20 años de esta travesía del dolor y hoy los millares de balseros que se echaron al mar se han convertido en símbolo conmovedor del empeño en alcanzar la libertad y una vida propia.